La muñeca

 

En una noche de invierno una niña pordiosera

con los pies casi desnudos y las manecitas yertas,

cubriendo a modo de manto con su falda la cabeza

y sin temor a la lluvia que cada vez más arrecia,

contempla extasiada y triste el interior de una tienda,

que por su gusto en juguetes es en Madrid la primera.

 

   ¿Qué haces ahí? Le pregunta con voz desabrida y seca un dependiente, empujando a la niña hacia la acera.

   Déjeme usted, si es que estaba mirando aquella muñeca.

   Vaya, retírate pronto y deja libre la puerta.

   Dígame usted... ¿Cuesta mucho?

   ¿Quieres marcharte, chicuela?


   ¿Será muy cara, verdad? ¡Lo que es que si yo pudiera!

   Los demonios con la chica, ¿pues no quiere comprarla ella? ¡Lárgate a pedir limosna! La muñeca que te gusta y déjate de simplezas, cuesta un duro, ¡Conque fuera!

 

Marchose la pobrecita ocultando su tristeza.

En vano pide limosna, ninguno escucha sus quejas

y desfallecida y triste, cruza calles y plazuelas

recordando en su amargura la tentadora muñeca.

 

   Caballero, una limosna a esta pobrecita huérfana.

   ¡Quítate que voy de prisa!

   ¡Por Dios, señor, aunque sea un centimito! Tengo hambre...

   ¡Pobre niña! ¡me das pena, toma!

   ¡Pero, señor, si es un duro!

   No le hace, te lo doy para que tengas esta noche buena cena y buena cama.

   ¡Deje usted que le bese su mano!

   Quita, chicuela.

   ¡Un duro! ¡estoy contenta! ¡No será falso! ¿verdad?

   ¿Cómo muchacha, tú piensas?

   No señor, dispense usted, pero vamos, la sorpresa...

   ¡Si me vuelvo loca de alegría! Que dios le premie en el mundo y le de la gloria eterna.

 

Y apretando entre sus manos convulsivas la moneda,

corrió por calles abajo, veloz como una saeta.

 

Otro día se comentaba en la prensa

el hecho de haberse hallado,

en el quicio de una puerta,

el cadáver de una niña abrazada a su muñeca.

 

Vidal Aza

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