Personajes

Alfonso Diez

alfonso@codigodiez.mx

El gran impostor

¿Por qué un niño que vive en el estado de Massachusetts, en Estados Unidos, al lado de sus padres, abandona su hogar? Claro, las respuestas son muchas: golpes, malos tratos, el deseo de conocer un mundo diferente, o… Fue el caso de nuestro personaje. Escapó de casa cuando era niño y conforme creció fue buscando de puerta en puerta, personaje tras personaje, la vida que deseaba haber tenido, la que le proporcionaría el cariño, la preocupación y el respeto de otros por su persona, la admiración que él pensaba que nunca iba a despertar en los demás por su propia falta de preparación; fue así que se convirtió en usurpador de profesiones y personalidades. Era un impostor, pero no uno cualquiera, fue el mejor de todos; sin temor a exagerar, mejor que ningún otro en el siglo XX. Se convirtió en El Gran Impostor.

Perdió a sus padres desde pequeño por decisión propia cuando abandonó su hogar. Su nombre era Ferdinand Waldo Demara hijo. Nació en Lawrence, Massachusetts el 21 de diciembre de 1921 y a lo largo de su vida se hizo pasar por cirujano, abogado, ingeniero civil, monje, maestro, psicólogo, alguacil, investigador médico de cáncer, guardián de una prisión…

A los 14 años de edad ingresó a un monasterio trapense de Rhode Island, pero pronto se dio cuenta de que su vocación no era estar encerrado, orando y/o en penitencia y se unió al ejército de los Estados Unidos cuando tenía 20.

Al año siguiente escapó, se convirtió en desertor y para no ser capturado adoptó el nombre de uno de los compañeros que había conocido en la milicia, Anthony Ignolia. Como tal, entró a la marina, donde llegó a editar el periódico de la base, pero se dio cuenta de que para lograr un grado iba a tardar y fingió su suicidio; así escapó y adoptó otro nombre, Robert Linton French y comenzó a trabajar como psicólogo.

Fue detenido por el FBI y encarcelado durante 18 meses en una prisión militar. Al salir se hizo pasar por ingeniero civil, por alguacil, pero “los conocimientos” que adquirió mientras estuvo preso lo impulsaron a pedir trabajo en el lugar menos esperado… Una prisión. Causó tal impresión en el director del reclusorio que lo contrató como su asistente personal; era una correccional de Huntsville, Texas, en la que dijo llamarse Ben Jones. Ahí entrenaba a reos peligrosos, les impartía pláticas de superación personal, organizaba justas deportivas; era apreciado por sus compañeros y hubiera podido permanecer en ese trabajo durante mucho tiempo, pero fue reconocido por alguien que había leído sus proezas a bordo de un destructor canadiense. Demara se enfrentó delante de todos al preso que lo delataba y retó a que algún otro aportara pruebas. Nadie lo hizo, pero al otro día, temprano, para no arriesgarse volvió a escapar.

Trabajó entonces como especialista en psicología aplicada, luego como administrador de un hospital, como abogado, como experto en cuidado infantil… Y otra vez intentó la vida religiosa, primero como monje benedictino y luego como monje trapero. ¿Por qué le llamaron la atención estas órdenes religiosas, particularmente? La relación entre ambas deriva de la veneración a San Benito y la segunda, conocida también como la Orden de La Trapa, o de San Bernardo (su más prominente impulsor), fue fundada en 1098 en Francia. Probablemente encontraba en ese tipo de religiosos al padre que dejó de ver desde niño. Pero finalmente se percataba de que no era eso lo que buscaba y volvía a escapar. No obtenía ganancias económicas cada vez que adoptaba una nueva personalidad. Simplemente buscaba, buscaba y no encontraba lo que quería: ser respetable y respetado. Cuando lo conseguía, tenía que volver a huir.

Logró que lo contrataran como investigador de cáncer en unos laboratorios y después se empleó como maestro en diversas instituciones educativas. En una de esas fue de nuevo aprehendido y pasó seis meses en prisión.

Uno de los casos de suplantación de personalidad más sorprendentes que llevó al cabo Demara fue el del doctor Joseph Cyr. Ferdinand se fue a Canadá con el nombre de Cecil B. Hamann y allá conoció al doctor Cyr, quien le pidió que le ayudara a conseguir en Estados Unidos la licencia necesaria para ejercer la medicina; en lugar de eso, Demara se presentó en la marina canadiense con esos documentos de identidad y fue contratado para ejercer como médico en el destructor Cayuga. Se lo llevaron a la Guerra de Corea y tuvo, en consecuencia, una gran cantidad de trabajo; operó a varios soldados coreanos, a uno de ellos le extrajo una bala alojada muy cerca del corazón; al capitán le extrajo una muela y cuando tenía que tratar alguna infección recetaba penicilina en generosas cantidades. Para operar, se encerraba por horas antes de hacerlo y leía los libros de medicina correspondientes con tal éxito que nunca tuvo problemas. Tenía una memoria fotográfica prodigiosa y un cociente intelectual muy alto.

Una revista publicó sus hazañas médicas a bordo del Cayuga con tan mala suerte para Demara que las leyó la esposa del doctor Cyr, quien lo delató y la marina canadiense lo dio de baja. Fue expulsado a los Estados Unidos. Curiosamente, debido a las circunstancias en que todo sucedió y a que Ferdinand efectivamente salvó vidas, no fueron presentados cargos en su contra.

Sobre la vida y “las hazañas” de Ferdinand Waldo Demara, se publicó una entrevista en la revista Life por la que la publicación pagó al entrevistado una buena suma. Robert Crichton escribió dos libros, el primero se llama El gran impostor, que se convirtió en best seller y en éste se basó la industria cinematográfica de  Hollywood para hacer una película con el mismo nombre que se estrenó el 3 de febrero de 1961, dirigida por Robert Mulligan y protagonizada por Tony Curtis en una actuación magistral.

¿Cómo acabó Ferdinand?

En la oficina del director del FBI, finalmente, llegó uno de los agentes a darle la noticia de que otro de los miembros de la corporación, Al Douglas, tenía ya un grueso expediente con todos los datos de Ferdinand y que era seguro que lo capturaran de un momento a otro. El director llamó a Douglas para conocer las últimas investigaciones y éste se presentó: “Al Douglas, a sus órdenes…” Era Ferdinand Waldo Demara, el gran impostor, en la última de sus caracterizaciones.

Éste es el final que nos habría gustado dejar a nuestros lectores, pero no es el real, es el cinematográfico. Ferdinand sufrió mucho los últimos dos años de su vida. Trabajaba en el Hospital del Buen Samaritano, en Anaheim, al sur de Los Ángeles, como capellán y fue descubierto, pero era tal el respeto que se había ganado tanto entre los enfermos como entre el personal, los médicos y los directivos del hospital que el jefe de personal, Philip S. Cifarelli, abogó por él, junto con el doctor Jerry Nielson y se quedó como capellán. Subió mucho de peso, tenía diabetes y le tuvieron que amputar las dos piernas. No tenía dinero y el cariño de sus jefes fue tal que le permitieron que viviera en el hospital hasta su muerte. Le dio un infarto y murió el 7 de junio de 1982, a los 60 años de edad. Pero murió como quiso vivir: respetable y respetado por los que le rodeaban.

 

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