Historia

Obregón y Calles robaban a la nación

* Antonieta Rivas Mercado denunciaba sus tropelías

 

Antonieta Rivas Mercado se suicidó el 11 de febrero de 1931 en la catedral de Notre Dame, en París. Acompañaba en el exilio a José Vasconcelos, el excandidato a la presidencia de México que dos años antes había perdido las elecciones frente al candidato oficial, Pascual Ortiz Rubio. Los análisis políticos de Antonieta son poco conocidos. Los recogen un pequeño libro, “La Campaña de Vasconcelos”, y los artículos publicados en “La Antorcha”, la revista en la que colaboraba con Vasconcelos en la capital francesa.

Era una mujer inteligente y comprometida con su ideología, cuya biografía, “A la sombra del Ángel”, trazó de manera magistral su propia nuera, Kathryn S. Blair, hace apenas pocos años.

El que aparece en esta especial fecha (20 de noviembre de 2010) en Código Diez, México en 1928, retrata al verdadero Álvaro Obregón, lo mismo que a Plutarco Elías Calles, en una época en que revelar esa realidad estaba penado con la muerte.

Antonieta se atrevió, porque fue, como decía Vasconcelos “una mujer que puso condiciones al destino”.

 

México en 1928

  por Antonieta Rivas Mercado

El año de 1928 había comenzado. En la límpida meseta mexicana, cuya transparencia ha cantado el poeta, el eco de los acontecimientos políticos se apagaba en la insensibilidad, negligencia y desencanto a la vez de la gran mayoría. Tanto intento de revolución frustrada, tanto pseudo revolucionario entronizado había hecho perder el hilo de la esperanza; la confusión reinaba, traduciéndose en la decepción de la gente de buena fe, en el recrudecimiento de hostilidad de los conservadores que sufrían persecución, en la docilidad ejemplar de los radicales satisfechos del gobierno “callista” que estaba adoptando las medidas necesarias para instalar una dictadura pretoriana.

Plutarco Elías Calles había surgido en el horizonte político como un oscuro protegido de Obregón, núcleo hermético. En 1920 caía el presidente Venustiano Carranza, culpable como otras tantas figuras de la revolución de 1910, de haberla traicionado, desvirtuándola. Álvaro Obregón, el caudillo triunfante, nombró a Adolfo de la Huerta jefe del gobierno provisional, mientras que el asumía el mando un medio año después. Un cuatrienio más tarde, en el momento de abandonar el poder, imponía el vencedor de Pancho Villa como sucesor inmediato a Calles, su ministro de Gobernación.

En 1928, el presidente impuesto a la República Mexicana, estaba por terminar su período. El balance general de su gestión era, a grandes rasgos, el siguiente: dos asonadas militares ahogadas en sangre y una rebelión persistente, la católica, que desgarraba y anemiaba al país. Fruto de la aplicación de leyes arbitrarias, la persecución sistemática a los Católicos, provocada por una reglamentación absurda, había lanzado al despeñadero de la revuelta a millares de mexicanos en defensa de la libertad de creencias. La nación atormentada, empobrecida, estaba dispuesta a aceptar, a cambio de su tranquilidad, el yugo que fuera menester.

Cuando el general Obregón entregó a su continuador la presidencia, conocíalo perverso, pero lo hizo con el propósito deliberado de asegurar su propia reelección. Hombres sin principios, levantados en la cresta del movimiento profundo de un pueblo que busca su camino, mareados por el mando supremo, no tienen más preocupación que afianzar el mal habido bien, rematando, uno a uno, los postulados revolucionarios de la masa cuya fuerza les hizo ascender: basura que el viento levantó. El general mexicano, verdadero tipo de jefe de banda, acostumbró hacerse de fondos con el sistema de préstamos forzosos con que estrangulaba las ciudades ocupadas. Siguiendo esa extraña usanza, siendo Jefe de Estado, el señor Obregón había transferido su campo de operaciones a las Instituciones Bancarias. Su deuda con el Agrícola y Nacional de México ascendía a varios millones de pesos. Ese dinero, que fue votado, o por lo menos así se dijo, con objeto de aliviar la situación dificilísima del país arruinado, apenas le había permitido representar el papel de pequeño millonario entre las grandes fortunas de Los Ángeles (California). Tragicomedia mexicana. La deuda del presidente, contraída con el secreto de los poderes especiales, hace imperativo el continuismo. La misión de Calles consistía, ya lo hemos dicho, en responder a título de gran Fiador Oficial, de una reelección vedada por la Constitución. En efecto, el artículo 83 encerraba este anhelo clarividente del pueblo que fue a la lucha en 1910: la renovación periódica del cuerpo directivo de la nación, el principio de la “no-reelección”, a un tiempo lema de combate y adquisición sangrienta. Para que Obregón ascendiera nuevamente al puesto que aspiraba, era preciso tachar la Constitución. Calles estaba para eso, para legalizar la fachada. A una seña suya, la gangrena viva que son los diputados se apresuró, con una genuflexión, a satisfacer el mandato del amo. Y el país confuso, desorientado por la sucesión de brotes rebeldes sin bandera revolucionaria, agotado por el conflicto religioso, lastimosamente hastiado por tan larga vigilia, anhelando tan sólo paz para poder vivir, vio perderse el veto que había conquistado para poner coto al entronizamiento de castas predominantes, la “no-reelección”.

Y es que ante el régimen callista que había provocado la persecución religiosa, intensificando la emigración a los Estados Unidos del Norte, entregado la educación pública en manos de protestantes extranjerizantes, el futuro régimen obregonista resultaba promesa de alivio.

La situación imperante en México era de confusión. País que al romper los viejos moldes, sin tener aún los nuevos en qué verter su contenido vital, parece haberse contentado con regar sus propias entrañas por la tierra, girando, como ciega mula de noria, en un círculo vicioso. Esa perturbación es la que ha hecho posible que se burle sistemáticamente el Derecho, se pisotee la ley, se disfrace el bandido de socialista o estadista, careta con la cual sale al exterior. Así, bajo el peso de idéntica persecución, un instante se llegaron a sentir hermanos el liberal y el conservador; confusión, elemento ambiente en 1928. Y subrayándolo todo, con una mortecina línea opaca, el desencanto de la masa traicionada.

La farsa de las elecciones democráticas es, en el mundo entero, demasiado conocida como para que precise insistir. México da en América la nota sangrienta y, en semejantes ocasiones no desmerece. Acaba de ocurrir el asesinato de los contrincantes del Candidato oficial: Francisco serrano y Arnulfo R. Gómez. Una de tantas páginas bochornosas de la historia de un país lamentable. Aterrorizada, la gente veía el desfile desvergonzado del superviviente, quien con el fausto de un cortejo real, hacía una gira de propaganda “democrática” sufragada con el dinero de las arcas públicas, pantomima que los pretorianos se ven obligados a representar. Los parásitos en torno del futuro magistrado cantaban ya el “Hosanna”; la dictadura despuntaba bien enclavada, todos, ya por una, ya por otra razón, contaban con futuros años de quietud servil. Los católicos, por estar en tratos con el candidato pre-electo para el arreglo del conflicto religioso, el capital extranjero, por tenerle bien cogido en sus mallas, sus partidarios por las canonjías; el pueblo, por su gran fatiga, esperaba una era de abundancia. Los únicos que con ese arreglo nada tenían que ganar y sí todo que perder, eran Plutarco Elías Calles y los suyos.

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