Alfonso Diez García

Cronista de Tlapacoyan

alfonso@codigodiez.mx

Historias de fantasmas

 El 15 de febrero de 1869, por decreto número 142, se concedió a Tlapacoyan el título de Heróica, cuando todavía no era ni siquiera considerada Villa, dado que esta categoría se le dio el 2 de julio de 1881, por decreto número 57, firmado por el gobernador del estado de Veracruz , Apolinar Castillo. Fechado en Orizaba, el decreto dice así: Se concede el título de Villa al Heróico pueblo de Tlapacoyan, del Cantón de Jalacingo.

Entre los meses de enero y abril del mismo año de 1869, se instalaron las primeras lámparas públicas de gas. El financiamiento se logró a base de donativos y el costo total de la obra fue de $208.34.

No fue sino hasta más de sesenta años después, en la década de los 1930s, cuando Aurelio Núñez Arroyo y Amador Torres se asociaron para constituir una empresa que se llamó Luz y Fuerza Núñez y Torres, que construyó y operó la planta hidroeléctrica de Atzintla, primera planta de luz de Tlapacoyan.

Antes de 1869, las casas se alumbraban con velas de parafina y/o con candiles de petróleo. Pero las calles permanecían oscuras cuando llegaba la noche.

Sin luz, era fácil adjudicarle a cualquier silueta la categoría de fantasma. Fue así como surgieron el hombre que caminaba sin cabeza, el perro que echaba lumbre por la boca, los duendes, el fraile que volaba... Hasta mediados del siglo veinte era común escuchar este tipo de historias en la mayor parte de los hogares.

La mayoría de los buscadores de tesoros, hasta ya avanzado el siglo pasado, afirmaban que donde había oro o alhajas enterrados con seguridad había un fantasma cuidándolo y para lograr sacar ese "entierro" había que rezarle al que lo cuidaba para que no les fuera a hacer nada.

Publiqué en una crónica anterior quiénes y cómo habían intentado desenterrar tesoros en Tlapacoyan. Historias reales. Como siempre sucede a este cronista, tras tal publicación se me acercaron algunos lectores para contarme otras historias verdaderas de tesoros desenterrados. Pero no ocuparán este espacio tales historias, por ahora; lo llenarán las fantásticas, las que fueron originadas debido a la poca información de que se disponía en épocas pasadas (por no llamarle ignorancia). Fueron historias que formaron parte de la idiosincracia de nuestro pueblo y en consecuencia se agrupan para darle cuerpo a una cultura que, aunque parezca increíble, persiste hasta nuestros días.

Recordemos que las grandes obras maestras de nuestra literatura universal, las novelas más bellas, los cuentos más bonitos, son producto de la fantasía. La mayor parte de estos relatos fueron creados por quienes las escribieron sin tomar la realidad como punto de partida. He comentado ya que Ian Fleming, el autor de las novelas sobre James Bond, decía que "Sólo se vive dos veces, una en la realidad y otra en los sueños". Acompáñenme entonces a soñar con estas historias de fantasmas.

El ADO se estacionaba en aquella época dentro del parque, frente a lo que hoy es el restaurant Las Acamayas

El guardián del tesoro

Soledad Vernet trabajó con nosotros, con mi familia, cuando teníamos la farmacia veterinaria que vendía alimentos Api Aba. Además de parientes, somos amigos. Hace unos meses me abordó con la siguiente historia:

— En tu casa familiar de la calle de Ferrer, donde después estuvo el museo, suceden cosas extrañas, Alfonso. Me contaron unos trabajadores que estuvieron trabajando ahí que se les apareció tu abuelito. Dicen que estaba vestido con un traje muy elegante color negro y que estaba sentado en un lugar del salón, el que está al fondo de la casa, del lado izquierdo, donde se hacen eventos. Te aclaro que no son los únicos que me lo han dicho. Tenemos la idea de que tal vez está cuidando algún tesoro escondido. Lo curioso es que lo han visto, pero cuando intentan acercársele, desaparece. Dicen también que de repente se oyen ruidos extraños y piensan que puede causarlos el dinero enterrado que ha de estar por ahí. Créeme que te agradecería me dijeras si tu abuelito dejó algún dinero enterrado, porque de ser así hay que buscarlo. Todo lo que te cuento, lo que está sucediendo, se debe seguramente a que hay algún dinero enterrado.

Respondí a su pregunta. Le aclaré que, en primer lugar, ese salón no formaba parte de la casa cuando la vendimos. Tras la venta, la actual propietaria derribó algunas paredes y conectó la casa con otras que le pertenecían; así que, el supuesto fantasma de mi abuelito no puede estar cuidando un tesoro que supuestamente hubiera enterrado porque a esa parte que ahora quedó integrada a la casa nunca tuvo acceso, una pared se lo impedía.

Soledad no me quería creer. Pensaba que tal vez no le quería decir la verdad, que tal vez le quería impedir, por alguna razón, que ella se lanzara a buscar ese supuesto tesoro que ella suponía podía ser una fortuna de incalculable valor. Así que arremetió:

Si tu abuelito hubiera enterrado un tesoro, ¿dónde lo habría hecho?.

Le respondí que yo no creía en fantasmas. Hablamos de la crónica que escribí sobre tesoros en Tlapacoyan (y ahora se me ocurre que tal vez eso la motivó a pensar que en la que fue mi casa había un tesoro enterrado) y le dije que la mayor parte de los tesoros que los buscadores profesionales han encontrado en haciendas o en casas antiguas, han sido localizados en la cocina de éstas. Pero, le expliqué lo siguiente: Mi abuelito murió en 1943, cuando yo todavía no nacía, no lo conocí, pero si él hubiera enterrado alguna cantidad de dinero, alhajas u oro, con seguridad le habría confiado el secreto a su esposa, mi abuelita Virginia, o a alguno de sus hijos. Así que, puedes tener la seguridad, le dije, de que en esa casa no hay ningún tesoro enterrado.

No la convencí.

— Tú, además de cronista, eres ingeniero. Ayúdame. En tu crónica sobre los tesoros hablas de que tú diseñaste detectores electrónicos para encontrarlos, tuviste o tienes una fábrica. Y eso es una realidad. Si hay aparatos que los localicen, es que sí hay tesoros enterrados. ¿Cómo puedo hacer para tener uno de esos detectores y que pueda yo buscar el tesoro que hay en esa que fue tu casa?.

Su pregunta me encendió, ahora sí, la luz de alerta. Ya me la imaginaba yo metiéndose subrepticiamente a la casa, pasando un detector por todas las paredes y derribándolas al menor indicio de que hubiera algo enterrado. Hasta al bote podía ir a dar. Así que le expliqué: No hay tesoros enterrados ahí, créeme, pero suponiendo que los hubiera, los únicos que tienen derecho a buscarlos son los actuales propietarios.

— ¿Yo no puedo? ¿Y si me dan permiso?

— No creo que te lo den, pero si quieres, pregúntales y que conste que yo no te estoy alentando. Con esta respuesta como que su cara resplandeció, le volvió la alegría, el color; como que sintió que le estaba yo dando alguna esperanza. Y de hecho, mis palabras pareciera que se la dieron: "Pregúntales". Nos despedimos y la vi alejarse muy emocionada.

Unas semanas después, cuando ya había olvidado el incidente, estaba en el patio de la casa, que conecta con el Hotel del Parque y unos empleados que estaban instalando un equipo de sonido, y/o llevando mesas, sillas, copas y demás para una boda, me reconocieron y sin más me lanzaron una pregunta:

— Don Alfonso, tenemos que decirle algo que nos acaba de pasar.

— ¿Qué fue, qué les pasó?

Vimos a su abuelito. Estaba vestido de traje gris, con un sombrero ancho y parado aquí, en el patio, afuera de la que era la oficina de ustedes. Cuando nos acercamos desapareció.

Les pedí que me lo describieran, para hacerles ver que estaban en un error:

— Alto, delgado, parecido a usted.

Para mi sorpresa, describieron a mi abuelo.

En 1932, el parque estaba boscoso y el techo antiguo del segundo piso del kiosko era sostenido sólo por unos tubos

La mujer del árbol

Benito Rodríguez Hernández, de la congregación de El Jobo, nos cuenta acerca de los fantasmas en el libro de Alba Marín sobre Tlapacoyan:

Dicen que aquella mujer lloraba detrás de un árbol. Mi papá y mi tío la escucharon, fueron hacia ella, vieron que tenía el pelo largo y llevaba un vestido blanco. Trataron de verle la cara para saber quién era, pero ella la ocultaba. De pronto ella volteó el rostro y vieron que era de caballo, luego dio un grito y se fue dejando un olor a chivo.

El tesoro de la finca

Andrés Guerrero cuenta su historia:

Un señor venía de Tlapacoyan caminando a toda carretera federal y en La Loma de El Jobo se le apareció un perro. Pasó junto a él sin problemas y el perro lo siguió.

— Perro, quítate.

De momento, ya no era perro, sino un fantasma tipo fraile y le dijo:

— Ya son varios los que me han tenido miedo y a todo el que persigo sale corriendo. Tú no, por eso quiero entregarte algo que está en la finca.

Se fueron rumbo a la finca y antes de llegar al crucero sintió que se le enchinó la piel y hasta la borrachera se le bajó. Le pidió entonces al fantasma que mejor se vieran en ocho días. Transcurrido ese tiempo, el señor del que les cuento volvió a pasar por ese lugar, pero ya no vio nada, ni a nadie.

De acuerdo con las creencias de nuestros pasados, decían un día cuando querían decir un año, así que este hombre tenía que regresar a los ocho años. Y aseguró que así lo haría, pero nunca regresó. Describió a la visión que tuvo como a un fraile, porque iba vestido con una sotana negra. Finalmente, le dio miedo, porque el fraile se echó a volar y él ya no quiso volverlo a ver.

En los cuarentas se construyeron las columnas, el techo y la balaustrada del segundo piso del kiosko

El hombre de los zancos

Ramiro Mendoza Cortés colaboró con este relato para Alba Marín:

Me platicaban mis abuelitos que en tiempos de don Porfirio las calles se iluminaban con candiles, así que el alumbrado era muy malo. Había un personaje curioso al que le gustaba asustar a la gente que iba al molino de don Amador Torres. Este individuo se ponía zancos, un cotón grande, un tenate en la cabeza con dos agujeros para los ojos, un sombrero de charro y se blanqueaba las manos, creo que con harina. Salía a las cuatro o cinco de la mañana y esperaba a las señoras que traían su nixtamal, las asustaba y huían despavoridas. Éste se aprovechaba, les robaba el nixtamal y todo lo que hubieran dejado tirado. Las mujeres, espantadas llegaban a su casa y se quejaban con el marido: Nos espantó el muerto, un bulto grande que nos gritaba.

Así aparecía por todo el pueblo. Ya todos sabían de ese alguien que espantaba y como antes la ignorancia estaba más extendida, creían que se trataba del demonio. Un día, los señores se pusieron de acuerdo para ir a buscarlo, llevaban piedras, machetes y palos; lo encontraron y cuando éste los vio bien armados se echó a correr, pero ni tiempo le dieron para que escapara. Al pobre le cayó una lluvia de piedras de tal magnitud que lo derribó. Era tal el miedo que le tenían que nadie se atrevía a tocarlo, hasta que llegó la policía y para sorpresa de todos no se trataba de ningún demonio, era un simple mortal.

El kiosko de entonces, ya terminado, contaba con expendios de dulces y café en la parte baja

El fantasma de El Jobo

En esos días, la casa de la familia todavía no era la de la calle Ferrer. Era una casita situada a un lado de la Parroquia de la Asunción, frente a la Plaza de Armas, o parque central, a un lado de las escaleras que dan a la calle Hidalgo. Fue esa, la única casa que funcionó alguna vez como vivienda en esa increíble ubicación, junto al parque.

Todos los días, alguno de mis tíos de menor edad salía rumbo a la hacienda, El Jobo, a las cuatro de la mañana. Contaba mi tío Luis que entonces la salida de Tlapacoyan era por el Camino Real, por El Rastrillo. En una de esas ocasiones en que le tocó a él irse temprano y a oscuras, en una época en que no había luz eléctrica, alcanzó a ver que, casi para llegar a la hacienda, a un lado de la carretera había un fantasma de gran estatura, vestido de blanco, que lo llamaba, le hacía señas con los brazos para que se acercara a él. Mi tío, desde luego, no hacía caso, cerraba los ojos y volteando la cara para el otro lado pasaba de largo, corriendo, montado en su caballo, porque presentía que, de no hacerlo así, podía perder la vida, o tal vez algo peor, irse al infierno capturado por ese horrible fantasma que se le estaba apareciendo.

Así le sucedía todas las madrugadas, cuando tenía que pasar por ahí en su camino a la hacienda. Ya no quería ir, pero mi abuelita lo obligaba. Un día amaneció con fiebre, sudando y él lo atribuye a que era la reacción de su organismo para evitar al fantasma. Así que lo sustituyó mi tío Manuel. Luis esperaba, que cuando regresara, éste se iba a quejar del fantasma, pero no lo hizo. Y pensó: "Qué valiente es Manuel". Ya repuesto, le tocó regresar a su martirio, el viaje en la madrugada a la hacienda, que estaba a cinco kilómetros de distancia, de los cuales el último tramo era el peligroso. Por más que retrasaba la salida para ver si alguien más iba en su lugar, alrededor de las 6 de la mañana mi abuelita lo obligó a irse. El día comenzaba a clarear. Cuando se acercaba al lugar en que lo espantaban se dispuso a cerrar los ojos y voltear la cara para el otro lado, para pasar volado junto al fantasma, pero algo llamó su atención. Conforme se fue acercando dejó de cerrar los ojos, dejó de voltear la cara y se dio cuenta de cuál era el terror al que se enfrentaba: Una sábana blanca sobre un árbol a orilla de la carretera.

Drribaron el kiosko y pusieron en su lugar la estatua de Ferrer, en el centro del parque

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